“La curiosidad ya está ahí, lo que les faltan son los códigos para entender lo que sucede”.
El escritor mexicano Maruan Soto Antaki se ha propuesto una misión: explicar a los jóvenes qué sucede en el mundo más allá de las pantallas de sus teléfonos móviles. Por qué algunas iraníes se rebelan quitándose el velo. Qué significa la Nakba. Cómo es posible que decenas de miles de personas mueran en el siglo XXI en Yemen de cólera. Por qué el mundo ha dejado solas a las mujeres afganas.
Las respuestas casi nunca son fáciles. Y los culpables de estos conflictos internacionales, desde los más recientes como el de Ucrania, hasta los que hunden sus raíces en los errores del siglo XIX, como el de Israel y Palestina, son siempre los mismos: los adultos.
Soto Antaki (Ciudad de México, 1976) ha vivido en primera persona -siendo niño y adolescente- algunas de las crisis que trata en “Lo que hicimos mal los adultos” (Alfaguara 2023).
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De madre siria y padre mexicano, la familia vivió en países como Libia o Nicaragua persiguiendo, como explica él, “un conflicto, una crisis de la que querían formar parte para intentar que mejorase una situación que consideraban injusta”.
“No siempre tuvieron razón”, reflexiona.
Autor de libros como “Pensar Medio Oriente”, “Pensar México” o “El mal menor”, el escritor, comentarista habitual de política internacional en los medios mexicanos, considera que la empatía y la curiosidad son fundamentales para erradicar uno de los grandes males que alimentan los conflictos y las guerras: la indiferencia.
Algo en lo que los adultos, argumenta, “nos hemos hecho expertos”.
BBC Mundo habló con él en el marco del Hay Festival de Querétaro, que se celebra del 7 al 10 de septiembre.
¿Qué es lo que hemos hecho mal los adultos? O más bien, ¿qué no hemos hecho mal los adultos?
Se nos han olvidado un par de cosas. Se nos ha olvidado que nosotros perecemos y que dejamos el mundo a alguien que tiene que ocuparse de nuestro desorden.
Y nuestro desorden daba la impresión, quizá a finales del siglo XX y principios del XXI, que había encontrado un punto de equilibrio más o menos decente.
Pero ahora, un par de décadas después del inicio del milenio, regresamos a un punto donde se nos han olvidado ciertos límites y también el hecho de que les dejamos de vuelta la responsabilidad de resolverlos a alguien que se queda después de nosotros.
Creo que hemos olvidado, además, cómo enseñar los códigos con los que entendemos qué es lo que podemos y qué es lo que no podemos hacer.
Se nos está olvidando cómo convivir sin hacernos tanto daño. No necesitamos caernos bien tú y yo. Solo necesitamos poder convivir sin hacernos daño, y eso es algo que se enseña desde chicos a partir del no ser indiferente, del ser solidarios.
¿Cómo podemos despertar el interés de los jóvenes por lo que pasa fuera de su entorno más cercano o por lo que no es tendencia en las redes sociales?
La adolescencia es el momento en el que muchos padres se enfrentan a la pregunta de cómo demonios le explico a mi hijo, que tiene 13 o 14 años, qué es lo que sucede en un mundo apartado de él, pero que sí le termina por afectar.
Concebí “Lo que hicimos mal los adultos” como un libro para explicarles a los críos qué sucede fuera de cada una de nuestras casas. Básicamente es eso.
En verdad, los chicos, los adolescentes, no son tontos, entienden mucho más de lo que cualquiera de nosotros podemos llegar a suponer y son susceptibles a lo que nos está rodeando.
La curiosidad de entrada es natural, por lo que no creo que haya que explicar, por ejemplo, cómo despierto la curiosidad en mi sobrino sobre qué es lo que sucede en Sudán o en Nigeria en estos momentos.
Ahora las herramientas son mucho más accesibles a las que pudimos haber tenido tú y yo, que teníamos que acceder a la pantalla, a los medios impresos, a lo que sea.
Hoy, realmente, creo que los insumos están demasiado a la mano, ya lo tienen justo en los TikToks, en las redes sociales, en el tener acceso a un móvil desde que uno tiene alrededor de 10, 11 años.
La curiosidad en el evento quizás ya la tienen, pero les falta entender los códigos que les permiten asomarse a eso. Lo que trato de dar es eso a partir de la emoción más humana: pensar en el otro.
En el libro, de hecho, hablas de las guerras que parece que ya no importan a nadie, como la de Yemen, Sudán del Sur, o tantas otras. ¿Es la indiferencia el mal de nuestro tiempo, o esto es una cosa de siempre?
Creo que son dos cosas, y creo que se juntan un poco.
Sí es la indiferencia, aunque creo que, al menos en los nacidos en los 70, por el entorno político, había una casi forma natural de no ser indiferente a muchos elementos porque, contrario a lo que pensamos ahora de que estamos en el momento más politizado, quizás entonces el mundo sí estaba más politizado. Lo que ha sucedido ahora es que hemos perdido la conciencia política.
Ahí voy a la primera pregunta: cómo le explico de política a mis hijos, cómo hablo de ello, por qué le tengo que explicar la política.
La indiferencia es la parte más molesta de nosotros, los adultos, y espero que no se contagie a los chicos.
Yo preferiría que estemos criando chicos para que cuando vean que alguien se cae en una coladera, lo primero que esté pensando es en levantarse para poder ayudarlo.
Pero hay algo aún más complicado, que es la sobresimplificación de las cosas.
Cuando se trata de explicar ciertos temas hacia los menores, se sobresimplifica porque, en realidad, cualquier conflicto es extremadamente complejo. La cuestión es cómo poder, sin saturar, explicar lo que sucede.
Creo que el gran enemigo es la sobresimplificación. Y si no se empieza a ir en contra de ella desde la edad de formación política, que puede ser la adolescencia, estamos absolutamente perdidos.
¿Cómo crees que te ha influido a ti haber pasado parte de tu infancia y adolescencia en países como Libia, por ejemplo?
Conciencia, es un asunto de conciencia política.
Creo que nos dimos los adultos por satisfechos después del inicio del milenio. Y creo que he visto en los más jóvenes que eso se va revirtiendo. Veo más conciencia política en un chico de 15 años que en uno de veintitantos.
A partir de eso, trato de verme un poco a mí mismo y me doy cuenta de que yo soy producto de ese tipo de condiciones donde había un exceso de conciencia política. Estoy seguro de que se puede lograr entender un poco lo que sucede en el mundo sin tener que ir a los 6 años a vivir a Managua.
Pero sí me queda claro que, no solamente este libro, ninguno de los libros ni las novelas en las que me vinculo con asuntos políticos, ni los ensayos que son 100% políticos, existirían si no hubiera habido un chico al que sus padres llevaban de lado a lado.
Lugares a los que después, cuando yo soy adulto, decido regresar a ver si lo que habían tratado de hacer mis padres tenía algún sentido y me enfrento a que no, a que todas las apuestas de la juventud de mis padres habían fallado, no hay una sola que no.
Entonces, al final, producto de eso es que llegan las preocupaciones con una idea básica: perdón, les dejamos en verdad un desastre. Y nosotros, por más que queramos o digamos cosas, no lo vamos a resolver.
Se nos olvida que nuestro único papel pueda ser el facilitar para que no cometan los errores que nosotros cometimos. Algo tan básico como eso.
Antes que hablar de política internacional o de más cosas, hablemos de decencia, hablemos de límites, hablemos de solidaridad. No se crea un adulto solidario, uno crea jóvenes que pueden ser solidarios de adultos, esa es un poco la idea.
¿Estamos condenados a revivir la historia y repetir los mismos errores?
Espero que no, y esa es la idea. Yo creo que siempre he dicho que soy un pesimista, solamente que soy un pesimista que de repente miente. Si fuera un pesimista de verdad no estaría escribiendo libros, y mucho menos para chicos, al revés.
Creo que justo lo que podemos hacer es dejarnos esa babosada de que estamos condenados a repetir las cosas para tratar de entender el mundo en el que vivimos y aspirar a algo un poquito mejor, algo un poco menos violento y un poco menos disfuncional.
Si hay algo que no estamos es condenados.
Y creo que no estamos condenados a partir de un impulso que se tiene cuando se es joven y que vamos perdiendo poco a poco: ese espíritu de rebeldía, de esperanza, de importancia a las cosas, de respuestas grandotas, y de una ilusión de que las cosas pueden cambiar.
Quienes no tenemos la idea de que las cosas pueden cambiar, la verdad, somos los adultos. No les quitemos eso a los chicos.
¿Cómo podemos hacer para que entonces su ilusión sea fundamentada, tenga pies, pues? Dándole los elementos. Lo único que intento hacer es darle los elementos de la forma que sea más amable y realista posible.
Muchas de las noticias que circulan hoy en día son falsas. ¿Cómo pueden los jóvenes protegerse de eso? ¿Cómo podemos ayudarles?
Con los códigos primarios que te permiten cuestionarte, cuando tienes algo enfrente, si es verdadero, o no.
No vamos a hacer que un adolescente se dé cuenta de que una noticia es falsa a partir de la contraposición constante de los elementos, sino a partir de la generación del criterio que le permita dudar de lo que está viendo.
La idea de “Lo que hicimos mal los adultos”, insisto, es dar los códigos con los que alguien puede de repente dudar de lo que le pasa enfrente y de lo que se le dice. Y ¿quién lo dice? Los adultos.
¿Y cómo podemos hacer entonces que ese tipo de información que llegue por los adultos sea dudada o cuestionada por un adolescente? No siendo condescendiente con él.
La empatía, ponerse en el lugar del otro, dices, también que es fundamental. Hoy las redes sociales, por ejemplo, nos acercan el mundo pero también nos hacen mucho más individualistas. ¿Somos menos empáticos, quizás?
Creo que tiene que ver un poco con el asunto de tener un mundo más politizado con menos conciencia política.
Sí creo que somos un mundo mucho más individualista, no necesariamente a partir de solo las redes sociales. Creo que las redes sociales son un síntoma de algo que ya estaba, la culpa no necesariamente la tuvo Facebook, lo que hizo Facebook es aprovechar lo que ya se encontraba ahí.
A partir de eso, creo que lo que busco es explicar la importancia de esa relación empática, de pensar en el otro y ocuparte del otro, no porque te vaya a dar absolutamente nada, sino porque es lo decente. ¿En qué momento dejamos de hablar de decencia con los más chicos?
Al final la empatía es algo que surge de una construcción social que parte de la decencia, lo primero que espero que se enseñe es qué quiere decir ser decente. Y a partir de eso, va a desembocar, como una bola de nieve, el resto de elementos que creo que hemos ido olvidando.
Las redes sociales podemos verlas, si queremos, como el enemigo. El problema es que mientras sigamos viéndolo solamente de esa forma, vamos a estar ocupándonos del síntoma, no necesariamente de la cosa que permite la desinformación.
¿Qué es lo peor que los adultos que somos capaces de hacer?
Creer que los chicos no entienden, porque a lo que estaríamos condenándolos si pensamos eso es a no explicarles el mundo que les estamos dejando.
Los chicos entienden.
Todos los que tenemos ya cierta edad, en verdad, creo que pasamos por un momento de mayor interés sobre lo que sucedía alrededor del mundo cuando éramos adolescentes. No es gratuito.
El gran momento de interés en el mundo empieza en la adolescencia. Creo que lo que podríamos hacer muy mal es quitarles eso a las nuevas generaciones.