¿Por qué dar clases en la Universidad?
A partir de tal reflexión interpelo a aquellos que estamos inmersos en la docencia universitaria: profesora o profesor universitario, ¿estas agotado por dar clases o las clases que das te agotan? El orden de los factores sí altera el resultado
Foto: UnsplashSantiago Ramón y Cajal (premio nobel) afirmó que «no hay temas agotados, sino hombres agotados en los temas». A partir de tal reflexión interpelo a aquellos que estamos inmersos en la docencia universitaria: profesora o profesor universitario, ¿estas agotado por dar clases o las clases que das te agotan? El orden de los factores sí altera el resultado.
En la docencia universitaria se percibe un espíritu de juventud. Aquellos que nos dedicamos a ‘hacer’ la Universidad, advertimos la diferencia del Campus cuando hay o no alumnas y alumnos. Más pronto que tarde, deseamos que inicie el ciclo académico para reencontrarnos con la esencia institucional: jóvenes que desean aprender pero que no saben cómo hacerlo, que tienen ganas de comerse el mundo, pero al mismo tiempo juegan Xbox y están al día con las RRSS.
Resulta espacio común, entre los académicos, afirmar que cada generación está peor, que ya no son los estudiantes de antes, que tendremos que ser más exigentes; en suma, que lo que era ya no es. En el fondo, pensamos: los comprometidos están ahí porque quieren forjar su historia y ser mejores, aunque no se den cuenta. Semestre a semestre ingresan jóvenes con sueños que podrían parecer, al menos, inalcanzables.
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No hay duda de que el estudiante que quiere aprender tiene sueños, ya que sin sueños no hay expectativas para aprender. Sean públicas o privadas las Universidades, existe un común denominador que resulta apasionante: la mayoría de los jóvenes quieren superarse, buscan ser mejores en todos los sentidos, quieren comerse el mundo, lo quieren transformar.
No obstante, ahí está esperándolos el primer batacazo. En la primera clase se topan con un docente que, lejos de ser amable o empático, pretende demostrar superioridad con la finalidad, en el mejor de los casos, de marcar límites por propia inseguridad, quizá con la idea de percibirse a sí mismo como superior, o bien, porque esa fue la forma en que fue formado: “la letra con sangre entra”, se decía.
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En mi consideración, ese profesor ha olvidado que la vocación docente significa, sí transmitir conocimientos, pero, ante todo, formar personas libres, íntegras y responsables. Parece una verdad de Perogrullo, pero no podemos olvidar que pararse frente a un grupo de alumnas y alumnos para instruirles significa ―consciente o inconscientemente― mostrarles una ruta, un norte, un camino, no sólo en lo profesional, sino en lo personal. Como decía mi abuela: no hay mejor maestro que un buen ejemplo.
Por ello, el compromiso ético del docente ―afirma el doctor Hugo Ramírez― se realiza cuando cumple con el principio de respeto al estudiante como persona. A su vez, este principio se especifica en diferentes deberes que dan sentido a los actos del académico en las formas concretas de la relación con los estudiantes. Éstas pueden clasificarse en tres tipos: (i) las de carácter lectivo, como responsable de enseñar una asignatura (ser preciso en los datos e información que trasmite); (ii) las de evaluador del aprendizaje alcanzado por el estudiante (generar una metodología objetiva, justa y propositiva); y (iii) las de tutor o persona de referencia (asumir la calidad de mentor), tanto para consultas sobre el contenido de lo que enseña, como para las de carácter más general o, incluso, de índole personal del estudiante.
En suma, lo que nos debe guiar es el respeto a la persona del estudiante, claro está, formando en la reciprocidad, lo cual, puede concretarse a través del cumplimiento del deber de diligencia, lo que supone ocuparse de nuestra formación en forma permanente y en el principio de veracidad, que obliga a cualquier catedrático, por su función docente e investigadora, a comprometerse con el reconocimiento de las diferencias entre verdad y falsedad, así como a mostrar al estudiantado el valor superior de la primera sobre la última.
Por tanto, los que nos jactamos de ser docentes universitarios debemos asumir con integralidad ―afirmaría el Dr. Roberto Ibáñez― las dos dimensiones que nuestra función exige: (i) instruir y enseñar, es decir, transmitir los conocimientos de nuestra asignatura, y (ii) formar el carácter y criterio de nuestras alumnas y alumnos, a fin de que sean personas y ciudadanos de una pieza. Ese es ―creo yo― el reto que debemos asumir.
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