En la estructura económica mexicana las mujeres trabajadoras se concentran de forma desproporcionada en el nivel más bajo, ya que el 73 por ciento perciben entre uno y dos salarios mínimos. Mientras que sólo cerca del 1 por ciento llega a percibir más de cinco salarios mínimos.
Más aún, dentro de esta estructura la brecha salarial entre los 100 pesos que gana un hombre y los 86.43 pesos que se le pagan una mujer por el mismo trabajo. El resultado es que, el ingreso promedio mensual de los hogares con jefatura femenina es de 4,950 pesos, un 34.3% menos que aquellos en que el jefe de familia es un varón que es de 7,540 pesos (Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares, 2020).
Lo que significa que estructuralmente las mujeres cuentan con menos recursos para hacer frente a sus gastos en el día a día.
Esta situación, ya de por sí precaria, se ha tornado dramática en el actual entorno en que la inflación ha alcanzado una tasa del 8.70%, impulsada fundamentalmente por las alzas de hasta un 12.94 % en los alimentos (INEGI, agosto 2022).
Instituciones como el Instituto Mexicano para la Competitividad han documentado que aquellos hogares con menores ingresos canalizan 50% de su gasto a productos básicos como alimentos, en comparación con el 20% que emplean quienes perciben mayores ingresos.
Recientemente, el Banco Central Europeo público un estudio en el que se señala que las mujeres esperan una inflación más alta que la de los hombres y que sus expectativas se basan sobre todo en el precio de los alimentos. Esto es importante, porque las expectativas sobre la inflación influyen en la forma en que las personas ven su economía personal e incluso evalúan si vale la pena continuar trabajando por el salario que perciben.
Lo que pone en riesgo el retorno y la permanencia de las mujeres al entorno laboral en la postpandemia.
Otro efecto negativo que se ha identificado en este contexto es lo que se ha dado en llamar la She–flation” que es la profundización de una práctica de las empresas que se conoce como el “impuesto rosa”. Esta consiste en que, en productos para el mismo uso, como desodorantes o rastrillos, aquellos para mujeres tienen precios más altos.
En Estados Unidos, Krish Thyagarajan presidenta de una empresa de análisis de ventas al por menor, realizo un análisis por seis meses de las variaciones en los precios de más de un millón de productos. Lo que le permitió observar que la ropa y zapatos para mujer han sufrido un incremento de 15% frente al 11% de los mismos productos para hombres.
Debemos reflexionar sobre la necesidad de transformar una estructura económica que perpetua la exclusión y la desigualdad de las mujeres.