Con el paso de los meses hemos visto el retorno de cierta normalidad pre-pandémica a las universidades. Ya no más videoconferencias y ya no más aulas virtuales. Una vez más las clases se imparten de forma presencial y el estudiantado recobra esa tridimensionalidad que muchos docentes echábamos de menos pues la interacción con pequeños cuadrados negros en los que aparecía un mero nombre era sin duda desalentadora. Y con el retorno a la presencialidad hay también un resurgimiento de la vida en los campus universitarios. Las cafeterías vuelven a estar vibrantes, las bibliotecas quizás no tanto. Vuelven también las protestas.
En cualquier caso, hay un espacio en disputa que la presencialidad ha revelado como un punto de fricciones identitarias y de intuiciones morales encontradas: los baños. Durante la pandemia pudimos obviar este tema porque cada quien tenía su propio baño y podía simplemente apagar su cámara y ausentarse sin que eso fuese siquiera percibido. Empero, con el regreso a la vieja normalidad la gente tiene que ir a los baños de las universidades y encontrarse con la sorpresa de que las poblaciones universitarias experimentan, al igual que el grueso de la sociedad, una profunda transformación en la forma en la cual se habita el cuerpo y se enuncia la propia identidad.
Me refiero desde luego al hecho de que en estos últimos años hemos visto un incremento en la proporción de la población que se nombra como lesbiana, gay, bisexual o trans (LGBT). Como ya lo hemos comentado en esta columna, esta transformación demográfica es especialmente acusada en la población menor a 25 años. Quizás uno de los rasgos más notables de dicha transformación tiene que ver con una explosión de identidades que deja obsoleta la idea binaria de que las únicas posibles identidades encarnables se corresponden con el ser hombre o el ser mujer. Irrumpen así corporalidades e identidades no binarias que habrán de desestabilizar la forma en la que hasta ahora habíamos organizado ciertas áreas comunes como son los baños, los vestidores o los dormitorios.
Sin duda que este presente es parte de una historia de irrupciones y disrupciones donde las orientaciones sexuales no hegemónicas así como las identidades trans binarias sentaron las bases de un cambio social al cual hoy se le suma una enorme masa de personas no binarias que demandan que las instituciones reconozcan la pluralidad de vivencias que hoy puede encontrarse en nuestras universidades.
Todo lo anterior está gestando una nueva generación de activismos que exigen a las universidades el adecuar sus espacios y sus procedimientos administrativos para adaptarse a esta nueva realidad. Se exige de este modo la creación de baños neutros, para todo género o incluyentes en los cuales pueda entrar cualquier persona sin sufrir por ello violencia o discriminación.
Hay que decir que la historia de estos espacios no es nueva. Al menos en el caso de México, los primeros baños incluyentes que yo recuerdo fueron los de aquella Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en la época posterior a la huelga del 1999. Al final no duraron pero sentaron precedente. Ya en tiempos más recientes la Universidad Iberoamericana, la Universidad Autónoma de Querétaro y, eventualmente muchas otras –incluyendo a la propia UNAM– intentaron nuevamente implementar este tipo de espacios aunque con distintos grados de éxito.
Cabe decir que hay una parte no menor de las comunidades universitarias a las cuales no les gustan los baños para todo género. Los consideran sucios e inseguros. Este último punto es particularmente importante porque se teme que espacios de este tipo puedan de hecho fomentar agresiones a mujeres.
Sin duda que estas preocupaciones no son menores. Sin embargo, la solución no puede consistir en discriminar a unos para salvaguardar a otros. Es imperativo que las universidades logren conciliar ambos objetivos y puedan diseñar baños LIMPIOS, SEGUROS E INCLUYENTES. Esto requerirá intervenciones comunitarias que no solamente combatan la discriminación a las poblaciones LGBT+ sino que además generen una cultura de respeto e igualdad que nos ayude a erradicar todo tipo de práctica patriarcal.
Es impostergable que todas las universidades, tanto públicas como privadas, emprendan ejercicios para conocer las necesidades de sus comunidades y cuáles son los desafíos específicos que van a encontrarse. No hacerlo y responder de manera puramente reactiva es un error. En estos meses ello ha quedado claro con algunos sonados casos de baños que, más que incluyentes, son espacios guetificados ya sea para poblaciones LGBT+ o para poblaciones meramente trans. Es un error grave apostar por soluciones de este tipo pues refuerzan la idea de que la seguridad sólo se alcanza a través del separatismo. Refuerzan de igual manera la idea de que otras identidades son necesariamente una amenaza.
Dejar avanzar estas ideas es muy grave pues puede terminar por polarizar aún más la vida interna de las instituciones de educación superior y dar lugar a conflictos políticos internos que socaven la vida colegiada que se espera de una universidad.
Así, este texto es sobre todo una invitación a comenzar estos ejercicios. No dejemos que sea la coyuntura la que haga política pública. Apostemos por baños incluyentes, limpios y seguros y por comunidades respetuosas, igualitarias y libres de violencia. Reconozcamos que el cambio será lento pero es indispensable. Finalmente, seamos pragmáticos y consideremos la posibilidad de abandonar ese modelo –que no funcionaba del todo bien– en el que por cada baño de hombres había uno de mujeres.
Quizás un mejor modelo implique tener dos baños de mujeres por cada baño de hombres y por cada baño neutro; esto es, una proporción 2:1:1. Se atiende de este modo a varias necesidades pues es sabido que cuando tienes baños de hombres y de mujeres en proporción 1:1 lo que se generan son filas en los baños de mujeres por el simple hecho de que no nos tardamos lo mismo al ir al sanitario. Una proporción 2:1:1 atiende a este hecho y además da la posibilidad de que quien quiera ir a un baño segregado pueda hacerlo. Empero, abre también la posibilidad de baños seguros para todas las personas que se sienten ajenas a un baño binarizado; de igual modo, permite explorar formas de convivencia en las que la alteridad no genere miedo.