A finales de este año culminará el periodo del Dr. Graue Wichers al frente de la Universidad Nacional Autónoma de México. Dado que este es su segundo periodo al frente de la universidad, será necesario que la Junta de Gobierno de la universidad más importante de nuestro país elija un nuevo rector —o quizás rectora, rompiendo así un techo de cristal que hasta ahora no ha cedido—. Como es de esperarse, un proceso como este resulta de interés para los miles de universitarios que día a día hacemos nuestra vida en la UNAM; empero, por la importancia académica, científica, artística y humanística de la universidad, este proceso es también de interés para amplios sectores de nuestro país. Después de todo, la UNAM es una entidad autónoma cuya importantísima producción intelectual la convierte en un espacio político profundamente influyente en lo que a la vida cultural de nuestro país se refiere.
Sobra decir que, dado el entorno político actual, la sucesión en la UNAM se va a vivir con mucha tensión y será necesario un proceso ejemplar que desemboque en la elección de un nuevo rectorado que sepa dialogar con la enorme diversidad de interlocutores que tiene nuestra universidad. De igual manera, quien llegue a la rectoría tendrá que salvaguardar el carácter plural y diverso de nuestra máxima casa de estudios procurando que los avances logrados en la presente administración no se pierdan. En este punto tengo en mente la centralidad que ha tomado una política sensible a las necesidades de las mujeres y diversidades sexo-genéricas que convergen en este centro educativo. Si bien hay todavía muchos retos que atender en estas áreas, es importante que —llegue quien llegue— sigamos trabajando en la creación de una universidad pública, gratuita, incluyente, diversa y segura.
Asimismo, quien encabece la próxima administración tendrá que hacerle frente a la clara animadversión que el presidente López Obrador siente ante una institución que no se ha doblegado ante los embates de la 4T. La UNAM ha sido una voz crítica allí donde fue necesario serlo, por ejemplo, con la pandemia del COVID19. Pero, de igual modo, muchísimos universitarios se han sumado a los proyectos que encabeza el presidente y que buscan crear un México más justo. Quien sea elegido como nuevo rector de la UNAM tendrá que salvaguardar la autonomía, pero sin enemistarse y antagonizar al gobierno, tendrá también que negociar mayores recursos para la universidad y procurar la generación de recursos propios pues cada vez es más claro que el apoyo que otorga la federación es insuficiente.
Dado este complejo escenario no es de sorprenderse que nos encontremos con voces que califican a la universidad de antidemocrática, vertical y elitista, señalando que los integrantes de la Junta de Gobierno operan a modo de una casta de notables que decide el futuro de la universidad escuchando, pero no necesariamente obedeciendo a la voluntad del resto de los universitarios. Muchos grupos de estudiantes y alguno que otro político han salido a afirmar que es tiempo de democratizar a la universidad y dejar atrás este modelo al que consideran anquilosado y vetusto.
Un ejemplo por demás claro de este tipo de posturas lo expresó hace poco más de un mes el diputado morenista Armando Contreras, quien sugirió llevar a cabo una reforma que despojara a la Junta de Gobierno de la capacidad de elegir al rector. Contreras proponía una elección directa en la que participaran todas las personas que integran la comunidad universitaria.
Hay que decir que este tipo de propuestas no son nada novedosas y en algunos casos se formulan sin tener mucha conciencia de la historia misma de la universidad. Es a causa de lo anterior el que me parece importante traer a colación el ensayo Las dos antinomias de la universidad, escrito por el doctor Luis Villoro y publicado de manera póstuma por El Colegio Nacional en el libro La Identidad Múltiple. El profesor Villoro elaboró ese ensayo a modo de reflexión tras la muy dolorosa huelga del ya lejano 1999.
En este texto Villoro señala que la universidad se ha vuelto demasiado grande para poder operar como una comunidad genuinamente integrada y orgánica. Para él, sería necesario fragmentar a la UNAM en sistemas universitarios mucho más chicos, pero en los cuales pudiese desarrollarse una genuina vida colegiada en la cual la comunidad sea una realidad y no meramente una aspiración. Según se expone en dicho ensayo, el gigantismo de la universidad ha dado lugar al surgimiento de una burocracia que resulta ineludible dado el tamaño de la institución pero que desafortunadamente vicia la vida colegiada ya que convierte a muchos académicos en funcionarios de tiempo completo que terminan por desligarse de la vida académica en sentido estricto y que operan como administradores y no ya como integrantes de la comunidad universitaria.
El propio Villoro afirma que él sí es partidario de una reforma sustantiva al modo en el cual la universidad se gobierna. Sugiere en ese sentido que se gesten dos sistemas paralelos y autónomos al interior de la UNAM.
El primero de estos sería netamente académico y estaría organizado de acuerdo a la experticia del profesorado; sería este sector el encargado de diseñar los planes de estudio y de organizar y construir las asignaturas, carreras y posgrados de la institución. El segundo sistema, por el contrario, sería el encargado de gobernar a la UNAM y en él participarían por igual los académicos, los estudiantes y los trabajadores, dando lugar a una estructura de gobierno menos jerárquica.
Villoro aclara que esta propuesta sólo es viable en comunidades orgánicas y pequeñas en las cuales la gente se reconoce como miembros de un único espacio común. De ahí la importancia que este filósofo le otorga a la fragmentación de la universidad si lo que queremos es democratizarla. Para Villoro esto sería profundamente terapéutico pues acabaría con esa tentación que lleva a muchos académicos a convertirse en funcionarios de tiempo completo.
Más todavía, Villoro considera que eso permitiría sanear a la propia comunidad de estudiantes. Este punto es quizás uno de los que más habrán de incomodar a quienes suponen que los activismos universitarios siempre tienen la razón. Para este autor la huelga del 1999 dejó claro que el propio carácter antidemocrático de la universidad ha terminado por alimentar prácticas políticas simplonas al interior del propio activismo. Veamos, por ejemplo, la siguiente cita en la cual expresa con bastante dureza su crítica al dogmatismo de ciertos sectores de la universidad:
“Los rebeldes crean un discurso estereotipado, inmune a la discusión: se proclama que las autoridades universitarias son “empleados del Gobierno”, se detecta una “conspiración” siniestra para cambiar la universidad en beneficio de poderes económicos, se descubre que todos los partidos políticos están de algún modo implicados en el mismo complot, se denuncia a los académicos como ciegos o cómplices. Los grupos estudiantiles disidentes apelan primero a asambleas que manipulan con facilidad, luego se convierten en sectas. Sus procedimientos corresponden a la determinación de lograr la victoria de sus demandas sin concesión ninguna: intolerancia y dogmatismo. Llegan a ser el signo viviente de lo que sería lo contrario a toda comunidad para el saber (Luis Villoro, La identidad múltiple [2022]; p. 159).”
Como espero que pueda verse, la propuesta democratizadora de Villoro no coincide ni en su diagnóstico ni en sus detalles con lo que sostienen muchos promotores de la cultura de la democracia al interior de la UNAM. En cualquier caso, más que concederle la razón al maestro Villoro, lo que propongo es leerlo y tomarlo como punto de partida para una reflexión acerca de lo que puede implicar un llamado a la democratización de la universidad.
He de confesar que a mí la propuesta del maestro no me convence. Coincido más bien con la mirada que en su momento expresara el doctor José Gaos cuando afirmaba que la jerarquía en términos de experticia que es consustancial a la universidad es difícilmente reconciliable con una lógica radicalmente horizontal y democrática. Quizás en esto soy más bien pesimista, pero encuentro difícil llevar a cabo el proyecto de reforma que en su momento sugirió Villoro. Creo asimismo que este filósofo no anticipó la importancia que llegaría a tener el saber transdisciplinario, algo que se vería dificultado si la universidad fuera fragmentada en sus diversos subsistemas. Para colmo, temo que la universidad juega un papel político importante gracias a su gigantismo ya que es esto mismo lo que la convierte en una institución cuyo peso en la esfera pública es indiscutible.
Lo anterior no quiere decir que la UNAM sea perfecta e inmejorable, así como es. Pero creo que un diálogo crítico con el ensayo del maestro Villoro nos permite reconocer los vicios de la universidad y también la ingenuidad que se esconde en algunas propuestas que con las mejores intenciones buscan democratizar a la universidad pero que, al mirarlas con calma, se revelan problemáticas e inviables.
Supongo que lo que toca es seguir pensando qué universidad queremos y cómo exactamente debe operar. Agradezco al maestro por hacernos pensar incluso a tantos años de su partida.