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    Categorías: Opinión

La libertad de cátedra y la vocación docente

Foto: Pexels

Como profesora universitaria considero que la libertad de cátedra es una de las grandes conquistas de la universidad pública. Este logro, así como la autonomía de tales espacios, ha permitido construir verdaderos bastiones del pensamiento crítico en los centros educativos. En cierto sentido, la libertad de cátedra es el correlato universitario de la libertad de expresión y de credo que también solemos defender como importantes conquistas de las corrientes liberales tanto en filosofía como en política.

El valor de todas estas libertades no es menor pues es gracias a ellas el que las academias pueden llevar a cabo una importante labor social. Me refiero con esto a la enseñanza de perspectivas críticas con el orden social e, incluso, con el conocimiento que en cierta época se toma como una verdad más allá de toda duda razonable. Sin estos atributos las academias serían lugares más bien ociosos a los cuales se acudiría a pasar el tiempo pensando o aprendiendo pero a sabiendas de que lo allí inculcado es en realidad frívolo e irrelevante.

Por esto mismo es que las universidades han sido también espacios incómodos que un día son calificadas de “fachas” y otro más de “nido de radicales”. En los peores momentos de nuestra historia el ataque a las universidades no ha sido solamente discursivo sino que ha incluido embates desde el Estado que han buscado doblegarlas. Hace unas semanas, por ejemplo, tuve la oportunidad de dictar una conferencia en la Universidad Complutense de Madrid en nada más y nada menos que el aula José Ortega y Gasset de la Facultad de Filosofía. Me explicaron que ese edificio tenía un valor histórico incalculable pues durante la Guerra Civil española sirvió de refugio para quienes se oponían a la instauración de una dictadura. Tal es pues la labor de una facultad de filosofía.

Ahora bien, esta labor crítica encuentra su cenit en la universidad pero está igualmente presente en aquellos sistemas educativos que consideran que su función no es únicamente transmitir información sino participar en la formación de una ciudadanía crítica, responsable, respetuosa y democrática. Para que esto pueda ser siquiera posible no basta con enseñar contenidos sino que es igualmente importante crear las condiciones para que se gesten reflexiones a una misma vez respetuosas de nuestros pares pero también dispuestas a re-examinar las posturas propias y ajenas.

Tristemente, hoy por hoy atravesamos un momento complicado en el cual el papel crítico de la educación se encuentra bajo ataque. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en los Estados Unidos de América ya que en este país ha habido diversos intentos –algunos exitosos– para prohibir lo que consideran que son “contenidos potencialmente divisivos”. El propio Trump, por ejemplo, se oponía a que se enseñaran tópicos como la Teoría Crítica de la Raza o la perspectiva de género en múltiples espacios del gobierno federal de aquel país; argumentaba que estos discursos propiciaban la polarización de la ciudadanía americana e, incluso, una visión potencialmente peligrosa de la historia de los Estados Unidos al enfatizar el pasado esclavista de esta nación.

Sin duda que lo anterior ilustra a qué me refiero cuando señalo el potencial crítico y emancipatorio de la educación y por qué esto puede resultar incómodo para gobiernos que enarbolan ideas cercanas al supremacismo racial –o, para el caso, el supremacismo de un grupo sobre otro–. Allí claramente la libertad de cátedra estaba bajo ataque. Peor todavía, había un claro ataque a aquella postura que considera que la labor docente tiene una arista cívica irrenunciable.

Curiosamente, algunos de los argumentos en defensa de estos últimos aspectos han sido cooptados por figuras públicas que argumentan que las universidades están dominadas por grupos con una ideología de izquierdas que censura otras visiones al punto de imponer un pensamiento “políticamente correcto” sobre el grueso de la comunidad universitaria. Un caso famoso de alguien que ha expresado estas posturas lo encontramos en el conocido polemista y ex-profesor universitario Jordan Peterson. Hace algunos años Peterson argumentó que sus libertades estaban siendo coartadas al obligársele a reconocer la existencia de estudiantes no binaries a quienes debía interpelar empleando pronombres neutros (they/them/theirs en inglés o elle en español). Ésta desde luego no ha sido la única postura polémica que se le conoce ya que hace algunas semanas afirmó que no iba a referirse públicamente a Elliot Page, el famoso actor trans, con pronombres masculinos.

Aquí desde luego que cabe la pregunta de si posturas como las de Peterson deben estar protegidas por la libertad de cátedra –si esto se dice en un aula– o por la libertad de credo y de expresión –si se expresan en foros públicos–. Como espero que quede claro las preguntas anteriores no son triviales pues afirmar que estas posturas deben estar protegidas puede conducir a la vulneración del estudiantado mismo; empero, su prohibición podría en efecto interpretarse como censura. Así que, ¿quién tiene razón?

Ante esta pregunta yo ofrecería dos respuestas. En primer lugar, creo que es importante enfatizar el hecho de que plantear un desacuerdo no requiere de la deshumanización de nuestros interlocutores (y mucho menos de llamar a su eliminación o a la cancelación de sus derechos humanos). La crítica requiere que el diálogo puede continuar y esto no es posible si nuestro propio discurso puede llevar al silenciamiento o, en casos extremos, a la destrucción del otro. Saber plantear un desacuerdo sin vulnerar los derechos y las dignidades de otro ser humano es sin duda un desafío pero es fundamental si nuestra aspiración genuina es la construcción de posiciones argumentadas y dialógicas. Muchas personas no entienden este punto y enfurecen cuando se les señala que el acto de disentir no debe ni tiene porque implicar la vulneración de otro ser humano.

En segundo lugar, hay una diferencia clara entre el intento por parte de sectores del partido republicano que buscan prohibir la enseñanza de la Teoría Crítica de la Raza y quien, como Peterson, dice que está siendo censurado por los “wokes”. En el primer caso, el partido republicano defiende una postura que de facto debilita los derechos humanos de un grupo de atención prioritaria –los afrodescendientes– al prohibir la enseñanza de la Teoría Crítica de la Raza; en el segundo caso, las personas trans y no binarias no buscan socavar los derechos humanos de Peterson sino, por el contrario, hacer valer sus propios derechos y desmontar aquellas prácticas sociales que hacen que la igualdad legal no sea una realidad cotidiana para este sector.

Esto último es quizás una de las pruebas de fuego para examinar este tipo de debates. ¿Se busca fortalecer un marco de derechos o se defiende un privilegio? ¿la postura en cuestión es una crítica argumentada o es, por el contrario, un acto de deshumanización que amenaza clara y contundentemente los derechos de alguien?

Me queda claro que estas sugerencias no agotan lo que puede decirse pero creo que, al menos, son un buen punto de partida.

Postdata: La Facultad de Ciencias de la UNAM tiene cinco baños incluyentes. Lxs biólogxs fueron de quienes más apoyaron su creación.

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Siobhan F. Guerrero Mc Manus: Doctora Siobhan F. Guerrero Mc Manus. Investigadora del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM

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