Dimorfismo sexual es lo que visualmente marca las diferencias externas entre los sexos de una misma especie. Se presenta en la mayoría de las especies, en algunas más, en otras menos. Wikipedia lo define como las variaciones en la fisonomía externa, como forma, coloración o tamaño, entre machos y hembras de una misma especie. Se presenta en la mayoría de las especies, en mayor o menor grado.
Existe también el dimorfismo sexual cerebral, que alude a las diferencias anatómicas, químicas y funcionales entre el cerebro del hombre y el de la mujer. Diferencias en regiones del cerebro asociadas al lenguaje, la memoria, las emociones, la visión, la audición y en la forma de orientarse en el espacio para ir de un lugar a otro, o para estacionarse en reversa. Más comentarios sobre este último dimorfismo los dejaremos para otra ocasión, pero estuvo bien el mencionarlo, para familiarizarnos y adoptar el nuevo término: dimorfismo sexual.
En circunstancias normales, nadie tendría que hablar sobre el dimorfismo sexual más allá de lo que atañe a animales en el zoológico, a un viaje salvaje a la jungla, a alguna clase de zoología (el estudio de los animales) o de etología (el estudio de su comportamiento).
En circunstancias normales…
Sin embargo, como ya lo habrás notado, el momento actual no es de «circunstancias normales». Vivimos momentos —para darnos una idea global aproximada— en los que el porcentaje de personas mentalmente sanas que sienten la necesidad de visitar al psicólogo parece estar aumentando.
¿Y por qué podría estar aumentando, te preguntarás? Al parecer porque es ahora la gente mentalmente sana la que necesita ayuda psicológica para poder desenvolverse en ambientes sociales en los que la salud e higiene mentales no son ya la norma. Leíste bien, sólo hay que darse una vuelta por las oficinas de gobierno, las empresas y los pasillos de humanidades de las universidades (incluyendo, y sobre todo, las jesuitas).
Lo que pasa, es que durante los años 90s, muchas patologías mentales fueron descatalogadas del prontuario de la Asociación Americana de Psiquiatría. Ello luego tuvo influencia a nivel internacional a través de agencias multilaterales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Sistema de Naciones Unidas (ONU) extendiéndose después a todo el mundo.
Hoy mucha gente normal es torpemente acusada de padecer de “fobias” —es decir “miedos”—, en los hechos, patologizando a esa gente sana, y discriminándola en lugares de estudio y de trabajo, o bien, dejándolas en la calle sin trabajo y sin futuro inmediato. Sus puestos de estudio, laborales y de autoridad los ocupan hoy, personas cuya salud y estabilidad psíquica no pasa ni siquiera una prueba visual rápida de ecuanimidad aparente, o de ganas que querer vivir en sociedad. Y todos queremos vivir en sociedad, ¿verdad?
No solo se está patologizando a gente normal, simultáneamente se están “normalizando” enfermedades mentales y disforias haciéndolas pasar por “preferencias individuales” y “derechos humanos” de cada “ciudadano del mundo”, que ahorita los encuentra uno normalmente debajo de las piedras, en especial las piedras grandes. Ciudadanos consumidores.
«Ciudadanos consumidores del mundo» despojados de aquello que da a todo ser humano identidad: patria, religión, familia, ocupación, y ahora hasta despojados de su sexo y de su identidad sexual. Pfffuuuaassssuumadreee!!! ¿Se puede vivir así? diría Don José, el jardinero del vecino y amigo. Si, se puede vivir así, aunque normalmente más bien, debajo de las piedras.
En circunstancias como las descritas, cualquiera tendría derecho a pensar que la palabra «género» fue creada —entre otras cosas— con el propósito explícito de reemplazar en importancia y uso institucional al más alegre concepto de «sexo». ¿Y cómo para qué?
Como para confundir, perturbar, desorientar, quizás. Como para «deconstruir», despolarizar, trastocar el dimorfismo sexual que distingue a hombres de mujeres desde que son pequeños: como para dinamitar hasta el último reducto de identidad individual humana, para así poder llenar el descomunal socavón espiritual de antimateria resultante con bienes y servicios-especializados-chatarra para gente que ha sido convertida en un agujero negro.
Poco tiempo después de patologizar a la gente normal, —terminemos con la historia— los nuevos estándares de salud mental fueron homologados —awebo—, como dirían algunos alumnos— con “Derechos Humanos de Tercera Generación”. Derechos a surtir efecto en todas las naciones desde hace tan sólo unos años. De esta manera, el escenario para vivir en sociedades-manicomio llenas de instituciones, leyes y estatutos orgánicos reescritos de acuerdo con el nuevo «sistema de valores» del nuevo planeta-disforia y sanatorio mental global, quedó listo. Y la mesa, servida (y patrocinada, ya expliqué en otro lugar, por quién) . Para el que quiera servirse, favor de pasar a la mesa.
Por lo anterior, dejar de alimentar al agujero negro de la despolarización, y dejar en paz el dimorfismo sexual que nos es connatural a hombres y mujeres, es ya también una de las cinco batallas a librar por cada adulto ecuánime emancipado, en nuestra guerra por la infancia y para salir —los que quieran— de la ratonera global.
Muchos padres de familia distraídos —imbecilizados— no solo no cumplen con su obligación de prestar guía práctica a sus hijos de ambos sexos sobre qué debe ser y aparentar un niño y una niña todos los días. Por el contrario, estos padres de familia parecen alentar algunos comportamientos y formas exteriores de arreglo personal orientados a confundir a los sexos y a sabotear su capacidad para formarse una identidad que les ayude a enfrentar la vida:
Y entonces ahí tenemos a la señora Pepita peinando al pequeño pepito (seis años) con moñitos y coletita —bien mona— de gurú fornicador bisexual fake posmoderno (todos saben perfectamente bien de qué hablo). Otra cosa sería, que el niño jugara el juego infantil del autodescubrimiento y la experimentación de roles, cosa normal en todo niño…pero no.
Y ahí está la joven deconstruida, madre de recién alumbramiento, enviando a todos fotos digitales, del entorno de su recién nacide bebite —ajío, ajío, ajío— como mameluco, gorrito, cunita, colchita, baberito: todo —absolutamente todo— de riguroso color gris rata, excepto el colgajo de animalillos formando la bandera del arcoíris que gira encima de su carita. No sea que un entorno distinto al gris contamine y condicione a la nueva bebite a adoptar algún rol de género en conflicto con alguna de sus futuras «preferencias» sexuales y de género a las cuales tendrá derecho.
Y ahí tenemos a la misma joven mamá cuatro años después, vistiendo a la bebita de riguroso disfraz de Superman (le bebite resultó al final ser bebita) para que la niñita crezca imparable, independiente y decidida. Primera presidenta/diosa de la república, del mundo y del universo.
Y ahí tenemos, por cierto, a la señora gobernadora con ambiciones presidenciales, casualmente animando a las masas de niños cursando la primaria: a que “no hay razón por la cual los niños no usen también faldita”. Etcétera. No es sólo la estupidez del fondo, sino la estupidez de la forma, lo que molesta.
Dicho esto, la máxima y más importante función del dimorfismo sexual y la polarización entre los seres humanos —desde la cuna hasta la tumba—, es aquella que atañe al desarrollo pleno y mentalmente estable de la persona.
El ser humano y la condición humana forman una amalgama compleja, misteriosa y delicada entre mente y cuerpo —inescapables dimensiones ambas— que al mismo tiempo tiene que ser armoniosa, funcional y coherente en la mayoría de las personas.
Cuando el dimorfismo sexual está presente (y es libre en la infancia de las perturbaciones de la cultura chatarra de consumo despojador de identidades y del sobredesarrollo tecnológico basura), este dimorfismo clarifica y expande a niños y niñas primero, hombres y mujeres después, el autoconocimiento de todo aquello que genuinamente le es realista —o no— a cada uno, el plantearse como horizonte de autorrealización. Cuando está presente.
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