El artículo de la semana pasada argumentó que la manera de operar nuestro «teléfono inteligente» forzaba en nosotros por lo menos dos comportamientos extraños.
El primero de ellos es «uso mental del templete»: cómo el uso continuo y prolongado de templetes en nuestras vidas, vía la tecnología, restringe nuestro campo de visión y de percepción de nosotros mismos y de la realidad: encapsulaba la realidad compleja de nuestro mundo en una camisa de fuerza imbecilizadora que acto seguido es capaz imbecilizar nuestro comportamiento.
El segundo comportamiento extraño que los celulares —y el mundo digital en general— parece forzar en nosotros es «la costumbre frecuentemente perezosa de arrastrar el dedo» o «swipe»: costumbre en la que comenzamos a adoptar —sin quererlo tal vez— comportamientos cuasi-autistas, o muy parecidos a los de un ser humano autista.
La semana pasada definimos autismo como: la incapacidad de reconocer al «otro», o a los otros, mediante actos o comportamientos de reciprocidad o que indiquen voluntad de reciprocidad.
En algún programa de radio se le hizo a Bertrand Russell una pregunta difícil: ¿qué es lo natural? El premio nobel respondió algo que debería ser digno de consideración. Su respuesta fue —palabras más, palabras menos— que «lo natural es todo aquello a lo que nos acostumbramos desde que somos pequeños».
El concepto Russelliano de “lo natural” es interesante por varias razones. Uno podría ponerse a contenderlo, arguyendo que toda definición de “lo natural” debería forzosamente incluir al medio natural biológico, es decir a la “madre naturaleza”.
Sin embargo, uno no puede evitar al mismo tiempo notar que tal definición contendría muchos puntos ciegos. No sería capaz —por ejemplo— de dar cuenta de muchas cosas que actualmente nos parecen «naturales» sin realmente serlo: ¿es natural beber tecito a bordo de un avión a 10,000 metros de altura, a una velocidad de 800 kilómetros por hora? Difícilmente.
A lo que quiero llegar es que los teléfonos celulares, si nacemos con ellos en nuestro entorno, bien pueden ser parte de una «nueva naturalidad» para nosotros, una nueva «normalidad».
Una «naturalidad artificial» desde luego. Casi cualquier cosa podría parecernos natural si al nacer ya está enfrente de nosotros y ya es parte de ese entorno al que muy temprano en nuestras vidas «nos acostumbramos».
Para mi generación (Gen X), los televisores —la «caja idiota»— fue lo más natural. Para las generaciones que nacieron durante la revolución digital (con el cambio de siglo y de milenio), tener un teléfono celular como extensión de nuestros cuerpos y de nuestras mentes es ya lo natural, (y el no tenerlo, lo antinatural).
¿El autista en el que nos convierten los gadgets digitales es también natural? ¿Podrá serlo? Quisiera reformular la pregunta para que sea más interesante: ¿es viable una sociedad, un individuo, cuyas tecnologías lo sobrepasan? Segunda pregunta: suponiendo que fuese viable y sostenible en el tiempo ¿sería deseable?
Llegados a este punto, las preguntas se bifurcan en distintas direcciones: ¿quién controla la tecnología, una entidad autónoma artificial o seres humanos poderosos? ¿sigue la madre naturaleza siendo un ámbito de libertad para nosotros?
Famosa es la película The Matrix, por haber por primera vez representado una realidad secuestrada por otra realidad en la que la libertad es una falsa percepción. The matrix representa la libertad de la mente a costa de la cárcel del alma.
Quiénes leyeron el diario de Ana Frank recordarán, —es quizás el pasaje más trascendente de todo el libro— cuando Ana escucha el ruido de los tanques y de los soldados en la calle, haciendo redadas. Ana describe en su diario cómo recostaba su nuca sobre contra la dulce hierba húmeda del jardín trasero de la casa en los peores momentos.
La hierba simbolizaba el refugio espiritual contra la guerra que ocurría allá afuera en la calle. Esa hierba era el lugar en donde el mundo podía ser todavía un mundo como espacio anímico de libertad.
Nunca he oído hablar del diario de Ana Frank como un libro ecologista, sin embargo, nunca he leído un mensaje más poderoso en defensa del medio natural que ese.
Tal vez en un mundo salvaje —en el que cada uno de nosotros estuviese plenamente entregado a sus instintos animales— la cosificación del prójimo sería lo normal a la hora de alimentarnos, de reproducirnos, de sobrevivir. De manera que quizás “la batalla en contra de la cosificación del ser humano bien podría ser reformulada en más lógicos términos:
La batalla en realidad no es quizás contra la cosificación del ser humano, sino contra la confiscación y destrucción de aquello que nos hace más humanos y que se ha ido poco a poco diluyendo, degradando, a medida que las máquinas que inventamos son cada vez más como seres humanos y los seres humanos somos cada vez más como las máquinas que inventamos.
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