Actualmente se habla mucho sobre la inteligencia artificial (IA), aunque sus orígenes datan desde mediados del siglo pasado. Hoy pareciera que lo que algún día se entendió como ficción hoy se torna en realidad. Así entonces, la IA ha logrado posicionarse en la vida cotidiana, el debate académico y en una especie de normalización que sigue encerrando para algunos un gran misterio y para otros una preocupación.
Más allá de las implicaciones éticas y en la vida ordinaria a nivel individual y social, la IA tiene un funcionamiento impersonal. Lo que se sabe de antemano es que, a grandes rasgos, la IA gestiona información que se encuentra en internet, evidentemente con un proceso mucho más complejo y sumamente eficaz.
También es cierto, que la IA, almacena información, ¿cuánta?, no lo sé, pero difícilmente calculable por el dinamismo de la realidad; esta cantidad de data genera por sí misma grandes beneficios, la eficacia, la utilidad; ahora bien, la IA presenta limitaciones cuando las respuestas que se buscan no están en el internet.
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Por sorprendentes que parezcan los avances, pudiera parecer que la tecnología ha avanzado mucho en nuestros días, pero también es notable que ciertos avances no son iguales en todos los ámbitos, por ejemplo, los que tienen que ver el autoconocimiento, propiamente el de la toma de decisiones encaminadas al proyecto de vida personal.
Entonces se puede decir que la IA acumula información, pero no da sabiduría o prudencia. Poco inteligente sería basar una decisión de vida como lo puede ser qué estudiar, a qué dedicarse, dónde realizar los estudios universitarios o incluso qué regalarle a persona que se ama en una pregunta dirigida a la IA, que por muy precisa que sea, no termina por conocer la vida personal, sueños y aspiraciones de cada persona que el mismo contacto humano brinda.
En este entorno de “artificialización” resulta curioso preguntarse si independientemente de la IA, pudiera hablarse de una “emotividad artificial”, una especie de “impersonalización” de emociones y sentimientos que hoy principalmente los jóvenes y algunos no tan jóvenes pueden estar experimentando.
Por más romántico o cursi que pudiera parecer la expresión de nuestras emociones suele ser un rasgo muy notorio para darnos a conocer nosotros mismos y con las personas con las que interactuamos. Si alguien es más introvertido o extrovertido, más intenso o más calmado como suele decirse coloquialmente, entre otros, podría de alguna manera tener mayor o menor complicación para relacionarse con los demás y con ello ir cumpliendo sus propósitos de vida.
Para nadie es un secreto que, con el auge de las redes sociales, los sentidos externos (particularmente la vista y el oído) son frecuentemente sobreestimulados lo que termina influyendo en el funcionamiento del cerebro, que como todo órgano requiere un cuidado específico y que si no son tomados en cuenta pueden generar deterioro.
La emotividad es muy importante en la vida de cada persona y “artificializarla” se traduce en comportamientos que poco abonan al sano desenvolvimiento y desarrollo humano. Por ejemplo, se sabe que la función social de los medios de comunicación, entre ellos la gran cantidad de redes sociales que existen, va en dos vertientes: informar y entretener; sin duda alguna son importantes actividades que por sí mismas pueden ser relajantes, divertidas e incluso ser compartidas; sin embargo, como todo recurso conviene hacer un adecuado uso de los mismos.
Algunos expertos en educación y psicología han mencionado que estar viendo videos cortos “desestresa”, pero cuando no hay límites, ese “desestrés” puede convertirse en ansiedad y que a decir de los neurocientíficos, el cerebro estresado no se concentra y por lo tanto tiene más probabilidades de equivocarse y de paso toparse con no pequeñas frustraciones en la escuela, con la familia, con los amigos y en la vida sentimental.
No son pocas las respuestas de aparente euforia o placer cuando alguien recibe un like en la foto que se posteó en “Instagram”, o un republish en la ahora llamada “X”, lo mismo cuando se logra cierta cantidad de visualizaciones en “Tiktok”. Todo lo contrario, cuando “se deja en visto”, cuando alguien “ya vio la historia” y no “reaccionó”; se experimenta entonces una sensación de vacío. En ambos casos es posible notar que existe una volatilidad del cambio del estado de ánimo, ocasionado en gran medida por la sobreestimulación y el cumplimiento o no de expectativas que exigen recompensa inmediata y que van mermando la madurez de la personalidad.
No se trata de satanizar los medios de comunicación y mucho menos las redes sociales, pero sí cuestionar un poco el por qué y el para qué de su existencia y el cómo los jóvenes pueden hacer un uso adecuado de las mismas, para el cuidado y bienestar de cada uno.
Otra de las cuestiones que más allá de las afectaciones a nivel fisiológico, y que también es alarmante es conformación de prejuicios. No olvidar que un prejuicio se origina por un defecto, defecto que se caracteriza por ser un acto de pereza intelectual, es decir, se emiten juicios sobre los demás, con el riesgo que implica lastimar, ofender, vivir en la ignorancia y no reflexionar o repensar las cosas.
Finalmente, otro de los riesgos que tiene hablar de “emotividad artificial” es la conformación de estereotipos y la congruencia, pudiera parecer que el universo de las redes sociales es uno alterno al físico, pero la realidad es que no. Vivir la ciudadanía digital, respetar a los demás, a uno mismo y entender que no todo lo que pasa en las redes es real, ayudará no a tener una visión más realista, también al bienestar y la felicidad personal; lo que se logrará sí y solo sí con el autoconocimiento que no se encuentra en la inteligencia artificial y mucho menos en la emotividad artificial de cara a un mundo urgido de educación, paz y seguridad.