El mes de junio es considerado el mes del orgullo LGBTI+; es decir, el mes en el cual las mujeres lesbianas, los hombres gays y las personas bisexuales, trans e intersex salen a celebrar sus vidas y sus existencias haciéndole saber al mundo que los estigmas que antiguamente acompañaban a estas identidades resultan cada día más anacrónicos. En algunas ciudades se celebran incluso marchas que la globalización y la americanización han rebautizado como el pride, o sea, el orgullo pero en inglés.
La historia de cómo es que dicho mes terminó teniendo este estatus es relativamente conocida. Por allá del año de 1969 en la ciudad de Nueva York un grupo de personas de la diversidad sexual comenzó una revuelta callejera tras sufrir, como era común, un intento de extorsión por parte de la policía local. Cabe aclarar que en esos años la homosexualidad estaba fuertemente patologizada y las personas sexo-diversas eran un blanco cotidiano de una fuerza policiaca que los hostigaba con la excusa de salvaguardar las buenas costumbres.
Fue así como comenzó la revuelta del Stonewall Inn que el mito ha venido a vincular con la muerte de Judy Garland –como si la furia del abuso sistemático por parte de un Estado violento no bastase para encender una insurrección– de tal modo que se llegó a sostener que era el dolor colectivo causado por la muerte de esta diva el que creó una atmósfera particularmente sensible y que habría de desencadenar días de revueltas callejeras. Stonewall fue un hito en los Estados Unidos al punto de que el presidente Barack Obama lo calificara en alguna ocasión de un evento comparable con Selma y con la convención de Seneca Falls; la primera alude a los movimientos en defensa de los derechos de los afroamericanos, la segunda a la gran convención de mujeres que se celebró en dicha ciudad en el siglo XIX.
Más allá de todos estos detalles, lo cierto es que en 1969 nació un movimiento que sacudió a los Estados Unidos y, eventualmente, a todo el hemisferio occidental. Llevó, aunque a diferentes velocidades, a la despatologización de las diversidades sexuales y de género para, posteriormente, dar lugar a una nueva época en la cual los derechos humanos de estas poblaciones empiezan a ser reconocidos en diversos espacios e instituciones. Hay asimismo una visibilidad vinculada con la humanización de estas poblaciones y no ya con su estigmatización.
Este proceso de cambio social ha comenzado a impactar a las universidades y, en general, a todos los espacios educativos de México y el mundo. Tímidamente, algunas universidades e instituciones de educación superior comienzan a colocar las banderas de las diversidades en sus sitios de internet y, de igual modo, organizan conferencias y charlas con el objetivo de crear una cultura de inclusión basada en el respeto, la visibilidad y la aceptación.
El transversalizar en todos los niveles educativos una política de respeto e igualdad no solamente entre hombres y mujeres, sino entre las múltiples identidades, corporalidades y subjetividades que convergen en las instituciones de educación superior, no va a ser una tarea fácil. Pero es sin duda una tarea importante y urgente. Con contadas excepciones, estos espacios han exigido a las personas LGBTI+ el permanecer en el closet y tolerar burlas e insultos, así como otras formas más perniciosas de discriminación, excusándose en que estábamos ante conductas socialmente inaceptables.
Que no nos sorprenda, por ende, descubrir que las comunidades de la diversidad sexual y de género tienen tasas de deserción más elevadas que el resto de la población. Muchas maestros y maestras todavía no se percatan de que sus “opiniones” generan ambientes hostiles a las diversidades y en algunos casos incluso legitiman las violencias que puedan ejercer otros miembros de la comunidad estudiantil o universitaria.
Hasta hace muy poco parecía que nada podía hacerse porque paradójicamente se consideraba que la identidad sexual de las personas era un aspecto privado del que no debía discutirse en público. Se decía que abordar este tema podía resultar sumamente invasivo, lo que daba lugar a que en prácticamente todos los espacios se presupusiera que cada persona era heterosexual, cisgénero y endosexual. Las aulas mismas, a todos los niveles, reflejaban esta dinámica.
Sea pues este mes del orgullo una oportunidad para que la educación, tanto pública como privada, y a todos los niveles, se atreva a celebrar la diversidad de estudiantes y profesores. No será un camino fácil el construir esta cultura pero sí que es un objetivo de la mayor importancia.
Por: Siobhan Guerrero Mc Manus