Hace casi veinte años que me titulé de la licenciatura en biología. Desde entonces he tenido la oportunidad de asistir a una gran cantidad de exámenes profesionales; en algunas ocasiones he estado allí en calidad de amiga de quien termina una carrera y en otras más como parte del sínodo que evalúa a la persona que se está titulando. En cada ocasión, al finalizar el examen, hay un rito universitario que para muchos puede parecer un mero trámite pero que enuncia una idea que ningún profesional de las ciencias debería olvidar. Me refiero concretamente al juramento y toma de protesta universitaria que, al menos en la Facultad de Ciencias de la UNAM, concluye con una poderosa advertencia que dice así:
“No olvide que el conocimiento sin ética hace tiranos y que la ética sin conocimiento hace fanáticos”
Esta advertencia puede resultarle extraña a quien desconoce la historia de la ciencia en el siglo XX. Sin embargo, para bien o para mal, dicho siglo nos reveló el enorme poder que las ciencias occidentales han llegado a tener. Las armas nucleares, químicas y biológicas son meramente un recordatorio de lo que produce un conocimiento al que no le acompaña la reflexión ética. Desde luego, el conocimiento puede emplearse para lograr mejoras sociales importantes, como bien lo ejemplifica el desarrollo de vacunas. Lo anterior nos revela que ningún conocimiento ni desarrollo tecnológico es moralmente inocente y que es menester examinar la praxis desde la cual se le ha generado y empleado para así comprender sus potenciales usos, tanto benéficos como negativos.
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La bioética, en tanto disciplina filosófica, nació justamente como resultado de los excesos más oscuros de una razón arrogante que se creyó justificada en emprender un proyecto de ingeniería social basado en el exterminio de sectores enteros de la población. Hablo desde luego del Holocausto y del papel que en éste jugó el pensamiento racial emanado de disciplinas como la biología, la antropología física y la psiquiatría, todas ellas dominadas en ese entonces por las ideas eugenésicas.
En cierto sentido podríamos incluso afirmar que la bioética nace como resultado de un esfuerzo filosófico por reflexionar prudentemente y de manera informada acerca de ese concepto aparentemente tan obvio e inocente, pero a la vez complejo y espinoso, que denominamos ‘naturaleza humana’. ¿Existe tal cosa como una naturaleza humana o la apelación a ésta implica más bien un sesgo chovinista que universaliza una experiencia y un punto de vista, desatendiendo así toda otra vivencia y realidad humana? ¿Es prudente intervenir —o no intervenir— en algún aspecto propio de esta naturaleza? Debates muy afamados, como el que en su momento tuvieron Habermas y Sloterdijk, acerca de si debemos modificar el acervo genético humano ilustran este punto.
Desde luego que hoy en día esta disciplina se ha vuelto mucho más compleja y está presente en todo tipo de debates que no admiten una circunscripción sencilla. Hay claramente una bioética médica orientada a las aristas éticas de las distintas subdisciplinas de esta ciencia; podemos hablar de ese modo de una bioética de la gerontología, de la oncología, de la epidemiología e, incluso, de cuestiones como el aborto o la eutanasia. Hay asimismo una bioética que se interesa en la debacle ambiental contemporánea. Y, finalmente, hay bioéticas que dialogan con las diversas religiones y teologías porque en muchas ocasiones las personas deseamos compaginar los aspectos morales de nuestras prácticas espirituales con nuestro actuar público al que sin duda le tiene que acompañar un ejercicio de responsabilidad y prudencia informado por la ética.
No debemos pensar que esta subdisciplina filosófica es anticientífica o que se opone al progreso. No es que sus practicantes sean todos luditas tecnófobos. Al contrario, la bioética busca crear espacios de reflexión para evitar que el conocimiento sin ética produzca tiranos. Ello demanda una cercanía indispensable con los saberes a los que acompaña. No se puede hacer bioética a la distancia y sin un importante entendimiento del dominio que se toma como base para emprender una reflexión filosófica. No se trata, por tanto, de producir fanáticos cuyo desconocimiento de un tema los lleve a expresar opiniones sentenciosas que terminen por producir un daño que supuestamente buscaba evitarse.
No es un ejercicio trivial. Como nos lo recuerda la filósofa feminista Francesca Ferrando, la bioética hace un llamado a la prudencia, pero no al quietismo. Requiere combinar el principio proaccionario que nos demanda el actuar con base a un conocimiento sólido y profundo, por un lado, con el principio precautorio, que nos recuerda que hay cosas que no sabemos e, incluso, cosas que no sabemos que no sabemos. Debemos ponderar la urgencia de actuar ante situaciones que así lo demandan reconociendo sin embargo la posibilidad de que nuestro conocimiento esté incompleto y pueda incluso resultar insuficiente para evaluar si nuestra acción producirá los efectos deseados.
Sin duda que todo lo anterior evidencia la indispensabilidad de la bioética en una sociedad como la nuestra. No es ésta una profesión ociosa ni prescindible. Y se entiende que por su propia naturaleza se aproxime a discusiones coyunturales cuya novedad genera importantes preguntas acerca de cómo debemos actuar. Lo que se busca es servir a modo de una brújula moral que permita comprender estos debates más allá del miedo, el prejuicio y el pánico moral que puedan desatar.
Menciono todo lo anterior porque entiendo perfectamente por qué a un grupo colegiado como lo es el Colegio de Bioética A.C. le parecería importante el abordar una serie de cuestiones vinculadas con las personas trans —esto es, mujeres trans, hombres trans y personas no binaries que compartimos el vivirnos con identidades que no se corresponden con el género que nos fue asignado al nacer—. Es claro que hay preguntas de corte bioético en temas como (i) el reconocimiento legal de las personas trans, (ii) las formas de acompañamiento médico y psicológico a quienes integramos este colectivo, (iii) la enorme violencia que sufrimos y que ha llevado a que México sea el segundo país del mundo en lo que a transfeminicidios se refiere, (iv) la mejor forma de acompañar a las infancias y adolescencias trans, así como muchos otros.
Aquí, sin embargo, vale la pena que los propios profesionales de la bioética reflexionen acerca de cuál debe ser su papel en estos debates y cuáles son los riesgos que pueden enfrentar si no tienen un entendimiento suficiente sobre las vidas de las personas trans y la realidad que les rodea. Un ejercicio desinformado puede terminar colocando a esta disciplina como una cámara de eco de los prejuicios cisexistas —esto es, prejuicios emanados de la presuposición de que las personas no trans son en algún sentido más naturales, funcionales y sanas que las personas que llevan a cabo una transición— y, con ello, convertir a la bioética en una disciplina cómplice de aquello que buscaba evitar: la violencia que resulta de una razón arrogante que se asume plenamente informada sobre un tema que, sin embargo, desconoce y que la lleva a actuar generando un daño.
Quienes ejercen la bioética deben tener muy en claro que las personas trans experimentamos lo que el afamado filósofo José Medina califica como una muerte hermenéutica. Esto es, como colectivo, hemos sido objeto de un silenciamiento sistemático que nos ha despojado de las herramientas para expresar el cómo deseamos vivirnos y cuáles son los retos y violencias que nos han llevado a una marginalidad tan tremenda que suele traducirse en la basurificación de nuestros cuerpos y vidas. La muerte hermenéutica entraña la obliteración de todo relato acerca de nuestro pasado y de las formas en las cuales nos entendemos más allá del prejuicio transfóbico que nos coloca como personas enfermas y peligrosas.
Las consecuencias de la muerte hermenéutica no son inocentes pues entrañan la creación y proliferación de narrativas que refuerzan un orden cisexista y que desatienden a los modos en los cuales entendemos nuestras vidas. Los profesionales de la bioética deben, por necesidad, estar conscientes de esta situación y de los efectos que ello conlleva. Asumir, por ejemplo, que las narrativas patologizantes o tránsfobas son el punto de partida adecuado para una reflexión bioética es volverse cómplice de una innumerable cantidad de injusticias, tanto epistémicas como no epistémicas.
Por la propia marginalidad del colectivo trans resulta difícil el tener acceso a las muy variadas reflexiones y teorizaciones que hemos construido a lo largo de más de tres décadas de reflexión teórica y más de seis décadas de activismo callejero. El transfeminismo, entendido aquí en su sentido canónico, esto es, como una reflexión nacida de las vivencias de las personas trans y cuyo cometido es la erradicación de la transfobia y el cisexismo, es una herramienta conceptual fundamental para comprender por qué muchas personas trans rechazamos las narrativas medicalizantes del cuerpo equivocado, el por qué se rechaza así también la narrativa patológica que fundamenta y valida nuestras identidades a través de la disforia y por qué afirmamos que una historia del cuerpo sexuado que invisibiliza las múltiples y muy diferentes formas en las que se le ha habitado es ella misma un efecto de esa muerte hermenéutica que reescribió la historia pero sin nosotrans.
Sin un conocimiento de este cuerpo de saberes, que en México no ha dejado de fortalecerse gracias a personas como Rebeca Garza, Jessica Marjane, Lía García, entre otrxs, resultará imposible ponderar adecuadamente lo que se afirma de las personas trans. Resultará imposible, asimismo, el poder reconocer los numerosos sesgos cisexistas que proliferan en el grueso de nuestro país.
Vale la pena recordar que los saberes que nacen y maduran en contrapúblicos subalternos, para usar el término de Nancy Fraser, no son de fácil acceso para quien no pertenece a estas comunidades. La bioética debe reconocer este predicamento y aprender a crear puentes que permitan que estas voces sean escuchadas. No para que dogmáticamente se les dé la razón, sino para conocer esfuerzos argumentativos que por décadas han desmontado los prejuicios que existen sobre esta población.
Este ejercicio es fundamental sobre todo porque ni el discurso discriminatorio ni el discurso de odio son plena y llanamente autoevidentes. Saber reconocerlos requiere comprender la historia de los debates, de las terminologías que se emplean, de las consecuencias de estos debates y, finalmente, las voces de quiénes han sido excluidos y silenciados en tales ejercicios deliberativos. Hay una epistemología del odio y la discriminación y es algo que no debe olvidar el profesional de la bioética. Pongo un ejemplo: puede parecer inocente hablar de hombres o mujeres transexuales pero no lo es; dicho término moviliza imaginarios patologizantes vinculados a una historia de medicalización forzada, de patologización y de vulneración a la dignidad de las personas trans. Es por ello que muchas juventudes hablan de personas trans, así, a secas. Parece una diferencia mínima pero no lo es; esa sutileza implica una toma de distancia del discurso discriminatorio y cisexista que el transfeminismo ha denunciado. Pongo un segundo ejemplo: puede parecer inocente el sugerir que las personas trans debemos ir a terapia para corregir nuestra disforia. Esto, empero, tampoco es inocente pues implica abogar abiertamente por el sometimiento de las personas trans a prácticas que la Organización Mundial de la Salud ha calificado como tortura. Fomentar la tortura es incompatible con la bioética.
Cierro con una última reflexión. Habrá quien insista que un debate público es importante. Sin duda. Pero para que un ejercicio deliberativo sea fecundo y legítimo es necesario que se termine con esta situación de muerte hermenéutica ya descrita. Un debate racional no puede llevarse a cabo cuando una de las partes agoniza y desfallece, cuando una de las partes puede ser aniquilada por ese ejercicio. La deliberación no puede realizarse allí donde una de las partes puede encontrarse de pronto con la posibilidad de que se le extermine. Tampoco eso es compatible con la bioética.