El pasado 29 de junio nos levantamos con la noticia de que la Corte Suprema de los Estados Unidos (SCOTUS) había declarado como discriminatorias las políticas de acción afirmativa en materia racial que hasta entonces operaban dentro del sistema universitario de aquel país. El fallo en cuestión se enfocaba en los sistemas de admisión de las universidades de Harvard y de Carolina del Norte, pero sus efectos habrán de repercutir en toda universidad, ya sea pública o privada, de aquel país.
Básicamente, lo que el máximo tribunal de los Estados Unidos afirmó a través de dicho falló es que las políticas de acción afirmativa que buscaban propiciar el ingreso de minorías raciales históricamente discriminadas carecen de sustento y contravienen la lógica de esfuerzo y mérito que se asocia con el modo de vida norteamericano que supuestamente se basa en el trabajo y el empeño personales y en la capacidad de cada ser humano de superar los obstáculos que la vida le presenta.
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No es éste el primer fallo de este tribunal en su etapa post-Trumpista que desata una serie de polémicas. Ya en el pasado hemos visto cómo importantes luchas que parecían inamovibles se perdían gracias a la mayoría republicana que hoy controla esta corte. Así cayó el aborto con el abandono de la jurisprudencia que hace 50 años sentó Roe vs Wade. Así también se fueron en la misma semana las prohibiciones para discriminar a personas LGBT invocando la libertad religiosa.
Más allá de este contexto que sin duda refleja la existencia de una fuerte embestida reaccionaria en contra de los derechos humanos, el fallo de la SCOTUS muestra una absoluta incomprensión de lo que es la discriminación y de las medidas que se requieren para combatirla. Afortunadamente, en la legislación mexicana sí queda por demás claro que un acto de discriminación puede resultar de una acción u omisión que traza una diferencia injustificada, ya sea que esto se haga intencionalmente o no, pero cuyo efecto es el menoscabo de los derechos humanos de una persona. Esta definición es importante porque la discriminación no ocurre simplemente allí en donde se emplea una categoría para hacer una diferencia, sino que es menester que tal diferencia no tenga justificación y que, además, lesione los derechos humanos de una persona. Es claro que esta definición es ajena al derecho norteamericano, pero en cualquier caso sí resulta desafortunado que el máximo tribunal de aquel país haya sido incapaz de reconocer que no basta con hacer una diferencia, en especial si tal diferencia está en caminada a corregir una omisión histórica.
Sea como fuere, el sistema universitario norteamericano enfrenta hoy en día una serie de ataques que paradójicamente se presentan como una defensa de la objetividad y rigor académicos, como es el terrible ataque a los estudios de género y a los estudios críticos de raza que han impulsado figuras como Ron DeSantis o, segundo ejemplo, el ataque que aquí estamos discutiendo y que dice invocar el mérito como único criterio —combatiendo supuestamente un criterio racial injustificado—.
Este tipo de argumentos son bastante peligrosos porque el efecto que tendrán es echar abajo los avances en materia de igualdad entre personas racializadas, LGBT e, incluso, entre hombres y mujeres. Le subyace a todas estas medidas una clara incomprensión de lo que es la discriminación, de sus trayectorias históricas y de los efectos que hasta el día de hoy genera.
Son los propios saberes académicos los que nos han llevado a entender este último punto. Por ejemplo, en la historia de la biología y la psicología es bien conocida la historia del primo de Charles Darwin, el famoso intelectual Francis Galton, quien fue el primero que buscó estudiar de manera científica lo que hoy llamamos inteligencia y que a finales del siglo XIX se conocía como genialidad. Galton estaba convencido de que este rasgo era innato y heredable y que era menester el fomentar que la genialidad no se viera diluida por medio de una mezcla entre linajes humanos. Sobra decir que Galton fue también el padre de la eugenesia moderna.
Mucho le costó a la biología y a la psicología el tomar distancia de estas posturas que tristemente son todavía repetidas tanto por un sector de la población que las toma como algo de sentido común —y que sirve para fundamentar su racismo— como por una minúscula parte de la comunidad académica que no ha titubeado en hacer alianza con las facciones más reaccionarias de la política mundial.
Echar abajo las políticas de acción afirmativa no refleja únicamente un desconocimiento de lo que es la discriminación y de la importante distinción que radica en hacer una diferencia que lesiona y hacer una diferencia que repara un daño. Lo primero es injusto, lo segundo es un tipo de justicia restaurativa. Pero más allá de esto, la falacia de la meritocracia esconde que la ventaja de un sector poblacional sobre otro no radica en una mayor inteligencia o un mayor esfuerzo sino en una serie de ventajas que usualmente acompañan al privilegio racial, de género y de otros tipos.
Por prácticamente un siglo los estudios críticos de la raza se han dedicado a mostrar que las razas no tienen realidad biológica o genética y que tampoco entrañan ninguna diferencia esencial en lo que respecta al rendimiento intelectual. Eso sí, las diferencias raciales normalmente se correlacionan con diferencias de clase y se traducen en un mayor número de obstáculos a lo largo de la vida. Como escribíamos en nuestra columna anterior, dichas dificultades normalmente entorpecen o incluso impiden la movilidad social que podía proveer la educación. De allí que una persona blanca y de clase media normalmente mantenga el nivel socioeconómico de sus padres y de allí también que resulte más difícil para afroamericanos y latinos el lograr acceder a las clases medias.
Pero, más allá de esto, ignorar los efectos de la discriminación es ignorar de igual manera los estudios contemporáneos de lo que hoy se conoce como la epigenética interseccional, esto es, de una rama de la biología molecular que estudia los efectos de la discriminación sobre la regulación de los propios genes. Una de las cosas que nos ha enseñado esta disciplina de frontera es que las violencias y las discriminaciones nos afectan incluso a nivel molecular y pueden persistir hasta por tres generaciones. En el contexto de la Segunda Guerra Mundial hubo personas que sufrieron de desnutrición crónica a causa de la ocupación Nazi de Holanda; sus hijos y nietos muestran una mayor frecuencia de problemas de salud mental que parecen explicables como resultado de un efecto epigenético causado por ese incidente. Datos parecidos existen para fenómenos como las guerras y también el racismo.
Es decir, eliminar las políticas de acción afirmativa y apostar neciamente por “la meritocracia” oculta los terribles efectos intergeneracionales de la discriminación y nos lleva a vivir en sociedades moralmente indiferentes al sufrimiento ajeno.
Debemos evitar a toda costa que este tipo de ideas sean retomadas en el contexto mexicano. Por el contrario, debemos seguir trabajando arduamente por construir universidades más incluyentes y seguras. Celebro en ese sentido que el pasado 28 de junio la Oficina de la Abogacía General de la UNAM haya presentado un Manual de Buenas Prácticas enfocadas en las Poblaciones LGBTTTIQ+ de la UNAM. Son este tipo de acciones, y no la insistencia necia de ignorar los legados de la injusticia, los que nos llevarán a un mejor sistema educativo.
PD: Es de lamentarse que el actual gobierno le dé tan poca importancia a las Olimpiadas del Conocimiento. En los últimos meses hemos visto cómo las olimpiadas de física, matemáticas o biología sufren de problemas presupuestales que impiden que México pueda participar en estos eventos. Como alguien que representó a México en la 10a Olimpiada Internacional de Biología puedo afirmar que esto es un error. Las olimpiadas tienen una vocación humanista y cosmopolita que permite a los estudiantes del bachillerato el conocer a sus pares internacionales y el valorar las diferencias que existen entre las culturas; esto ocurre incluso al interior del país pues te da la oportunidad de conocer la realidad de otros estudiantes de tu misma edad. Si bien las olimpiadas pueden parecer un ejercicio elitista para quien no las conoce, también reflejan el interés y el deseo de nuestras juventudes por hacer ciencia. Eso es algo que debemos cultivar.