Como muchos millennials, crecí con la idea de que la educación estaba vinculada con la movilidad social. En otras palabras, se me transmitió la creencia de que si tenías acceso a la educación —en especial a la educación superior—, tendrías la posibilidad de tener un mejor trabajo y, por ende, una vida más holgada que la de tus padres o abuelos. Esto fue algo que nos inculcaron activamente, tanto en los hogares como en las escuelas, insistiéndonos en la importancia de la disciplina y el esfuerzo personal como estrategias para obtener mejores empleos y, con ello, mejores vidas. Como imaginario, esta idea permanece vigente y no es infrecuente encontrarla en muchos espacios dedicados a la educación.
Desafortunadamente, en décadas recientes la educación ha perdido esta capacidad por impulsar dicha movilidad. Esto se debe a diversas razones. En primer lugar, ha habido un proceso de sectorización y especialización de nicho en el grueso del sistema educativo, tanto en México como en el resto del mundo. Con esto me refiero a que, por un lado, la educación privada se ha enfocado en atender las necesidades del sector privado; se han creado de este modo propuestas educativas que no están enfocadas en una enseñanza humanista o integral, sino en la formación de especialistas en tópicos estratégicos para las industrias.
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Por otro lado, la educación pública ha experimentado una diversidad de transformaciones y, si bien no está exenta de este giro hacia una mirada productivista de la educación, al menos ha sabido preservar la existencia de espacios de formación mucho más humanistas y con una orientación hacia la creación artística o científica. Sin embargo, también aquí ha habido un proceso de sectorización que ha erosionado la capacidad de fungir como un motor de movilidad social pues quienes se dedican a las artes, las ciencias o, en general, la investigación suelen provenir de familias de clases medias y altas con un alto capital cultural. Desde luego, hay excepciones tanto en el sector público como en el privado, lo que de ninguna manera falsea la existencia de estas tendencias.
Ahora bien, este proceso se cruza con una estratificación tanto del sector privado como del público. En el primer caso, vemos el surgimiento de una pluralidad de ofertas educativas, cada una con diferente costo y, a consecuencia de esto, con marcadas diferencias en lo que al prestigio y la calidad de tales instituciones se refiere. En el caso del sector público, si bien la educación puede ser gratuita, lo que se observa es la existencia de estratos en términos de calidad y prestigio; como podía esperarse, esto a su vez genera que las condiciones de ingreso sean ellas mismas diferentes, siendo los espacios educativos de mayor calidad y prestigio los más difícilmente accesibles.
Es a la luz de todo lo anterior el que podemos entender por qué la educación ha dejado de fungir como un motor de movilidad social. Esto ocurre ya que las clases medias y altas suelen apostar por los espacios educativos de mayor calidad y prestigio para así mantener o mejorar su posición social. Tal proceso ha generado la creación de espacios educativos para las elites, lo que en cualquier caso ha conducido al demérito de una formación ajena a tales instituciones. Nótese que este proceso ocurre tanto en el sector privado como en el público pues, incluso si alguien no desea orientarse profesionalmente hacia la industria y opta por una carrera artística, humanística o científica en una universidad pública de prestigio, su posibilidad de acceder a tal institución se verá condicionada por factores como el grado de apoyo familiar, el nivel socioeconómico de su familia, y su propia trayectoria educativa en escuelas de calidad y prestigio.
En ese sentido, desigualdades interdependientes como las ya mencionadas dan lugar a que la movilidad social para los sectores socioeconómicos bajos —y los grupos de atención prioritaria como personas LGBT+, con discapacidad, racializadas, etc.— se vuelva ilusoria o imposible. Así, parece que una de las tragedias de nuestro tiempo consiste en el reconocimiento de que el nivel educativo no logra por sí mismo generar movilidad social. Si una persona proviene de una familia con bajos recursos y además cuenta con un bajo capital cultural, muy difícilmente podrá ingresar a una escuela de calidad y prestigio. A la larga, ello va a traducirse en que la educación recibida no goce de la validación social necesaria para acceder a un buen trabajo. A la postre, esto lleva a un profundo sentimiento de fracaso y frustración que hoy asedia a un buen número de mis coetáneos.
Desde luego que lo dicho hasta ahora es muy esquemático pues hay sin duda más factores en operación que explican el porqué la educación ya no es el motor de movilidad social que fue. Uno que vale la pena mencionar tiene que ver con el aumento en la matrícula en las universidades públicas sin un aumento correlativo en el presupuesto que éstas reciben. Esto es particularmente grave pues lleva a que el gasto per capita sea cada vez menor, generando así una erosión en la calidad educativa. Esto es algo que muchos gobiernos supuestamente progresistas se rehusan a reconocer. Peor todavía, su insistencia en garantizar a un mayor número de personas el acceso a la educación superior, pero sin un esfuerzo correspondiente que mantenga o mejore la calidad de la enseñanza allí impartida, va a traducirse en un enorme malestar social cuando quede claro que la promesa de una mejora social no se cumple toda vez que se desatienden los puntos aquí señalados.
Que no nos sorprenda, por tanto, que mi generación —los así llamados millennials— exhiba niveles de frustración y decepción que para unos son motivo de burla y para otros son motivo de lástima. Las promesas con las que crecimos han resultado vacías y el enorme esfuerzo que muchísimos de nosotros hemos emprendido no se ha traducido en lo que suponíamos. Ello, claro está, no se debe a una falla en el carácter de esta generación, sino en gran medida a una serie de dinámicas sociales que han ido cerrando las posibilidades que nos habrían permitido tener vidas al menos tan buenas como las de las generaciones anteriores. En el caso de la educación, esto se observa en la forma en la cual ha subido el nivel de alfabetización así como el grado de escolaridad del grueso de la población sin que por ello estemos en una sociedad más próspera.
Para cerrar esta columna quiero dar un ejemplo muy personal. Mi abuela nació y creció en el Cofre de Perote y sus primeros zapatos los tuvo cuando ya trabajaba. Su nivel de escolaridad era primaria incompleta. Con todo, mi abuela logró comprarse una casa en el municipio de Naucalpan. Para mi generación, una proeza como la de mi abuela se nos antoja imposible pues, incluso con estudios superiores, el adquirir una vivienda propia es algo a lo que muchos de nosotros ya de plano no aspiramos.